lunes, diciembre 01, 2014

El cine Tívoli - Pedro G. Cuartango

El cine Tívoli - Pedro G. Cuartango

YO TENÍA solamente 16 años, pero, como parecía mayor, el portero del cine Tívoli me dejaba pasar a las películas que se proyectaban en aquella sala de la calle Cordón de Burgos, en la trasera del palacio en el que murió Felipe El Hermoso, el marido de Juana La Loca. Aquel cine fue demolido hace muchos años para construir viviendas. Pero todavía pervive en la memoria de los que allí descubrimos, a comienzos de los 70, los trabajos de Bergman, Fellini, Antonioni, Godard y Fassbinder.
Recuerdo una tarde en la que había quedado con una chica con la que salía para ver Jules et Jim, la obra maestra de Truffaut. Temblaba en la entrada ante la posibilidad de que no me dejaran pasar con el consiguiente ridículo, pero no hubo problemas y el portero ni nos miró.
Aquella historia me fascinó y me entraron unas ganas irrefrenables de vivir como aquellos personajes que salían en la pantalla y, por supuesto, la belleza y la vitalidad deslumbrante de Jeanne Moreau me dejaron anonadado. La ficción no tenía nada que ver con la vida provinciana de Burgos en aquella época y con las mujeres que yo conocía.
Es difícil saber por qué y cómo tomamos las decisiones, pero seguramente aquella tarde de 1971 nació mi determinación de marcharme a París, de vivir una aventura como aquella, de dejar un país que me asfixiaba y de materializar los sueños que yo tenía en la cabeza.
Quién me iba a decir que, pocos años después, tendría la ocasión de conocer la casa en las orillas del Oise, cerca de París, en la que Henri-Pierre Roché concibió la novela autobiográfica que inspiró la película de Truffaut. Y de acceder a los entresijos de la personalidad de Helen Grund, la madre del escritor Stephane Hessel y el personaje que interpreta Jeanne Moreau en ese film. Fue como si los sueños pudieran volverse realidad. Yo asistía a las clases de Deleuze en Vincennes, paseaba cada tarde por los jardines de Luxemburgo, me bebía algunas noches una botella de Beaujolais en los muelles del Sena y suspiraba en un banco frente a la fuente helada de Saint-Sulpice, cerca del seminario donde había estudiado Renan.
Pero jamás volví a sentir una emoción tan intensa como la de aquel día en el cine Tívoli cuando París era una mera posibilidad y el futuro estaba por escribir. Sería una tontería decir que la ciudad defraudó mis sueños porque sucedió todo lo contrario. Me empapé de París, de sus calles, de sus parques, de sus bares. Y me convertí en asiduo de la Cinemateca que regentaba Henri Langlois. Pero nada pudo igualar la intensidad del deseo que surgió en la oscuridad de aquel cine de Burgos.

Aquellas películas me abrieron los ojos al mundo, me hicieron tomar conciencia de que había otras maneras de respirar y me descubrieron paisajes lejanos y vírgenes que me aguardaban. En el Tívoli se fraguó lo que yo deseaba ser. Su demolición significó el final de un capítulo de mi vida. Por eso, el cine nunca será para mí una diversión o una creación intelectual sino una forma de vivir. Todavía siento aquella emoción de mi juventud cuando se apagan las luces en la sala y se ilumina la pantalla. Todo parece posible en ese momento.